sábado, 2 de junio de 2012

La Iliada de Homero

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¿Fue un Sueño ? (Guy de Maupassant.)



¡La había amado locamente! ¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.

Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí! Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío!¡Dios mío! ¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.

Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte -, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal - en aquel liso, enorme, vacío cristal - que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro! Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción: "Amó, fue amada, y murió."

¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.

¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós! Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla! No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.

Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:
"Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios."

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo: "Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal."

Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mí alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.

Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:

Amó, fue amada, y murió.

Ahora leí:
"Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió." Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento. 
(Guy de Maupassant.)


El Demonio Me Dijo GIOVANNY PAPINI


EL DEMONIO ME DIJO

En toda mi vida he hablado con Demonio solamente cinco veces. Entre todos los que viven hoy, me jacto de ser aquel que lo trata con más familiaridad y que lo conoce más íntimamente. Me trata—lo afirmo con cierto orgullo que no quiero ocultar—con una benigna condescendencia, que alguna vez ha llegado a conmoverme. Cuando estoy con él, no me canso de oírle. Mejor aún: lo escucho y lo miro con fijeza. El Demonio, tal como se ha presentado ante mí, al menos, es una figura enormemente sugestiva y que sale fuera de lo vulgar y plebeyo. Es muy alto y muy pálido; es todavía bastante joven, pero su juventud es de aquellas que han vivido mucho y que son más tristes que la vejez. Su rostro, blanquísimo y alargado, no ofrece otras particularidades que la boca sutil, cerrada y estrecha y una arruga, única y muy profunda, que se leyanta perpendicularmente entre las cejas y se pierde casi en el nacimiento de los cabellos. No he sabido nunca de qué color son sus ojos, porque no he podido nunca contemplar más de un instante; y no sé tampoco de qué color son sus cabellos, porque un gran gorro de seda, que no se quita jamás, los esconde cuidadosamente. Viste decentemente de negro, y sus manos están siempre, invariablemente, enguantadas. Es un poco difícil que en estos tiempos se decida a venir entre nosotros. Un día me confesaba, con aire de tristeza: —Ahora los hombres no me interesan realmente. Se compran con poco, pero valen siempre menos. No tienen ni médula, ni alma, ni vida; talvez carecen de sangre, suficientemente roja para escribir el contrato de pragmática. A pesar de estos pesares, cuando se aburre ciertos días en su reino tan concurrido, viene a visitarnos. Nadie, en verdad, se da cuenta de su presencia, porque los hombres ya no le reconocen, y pasana su vera, creyéndole un prójimo cualquiera, sonriendo y quitándose el sombrero con un gesto de sensualidad y de aplomo que mete miedo. Pero yo siento siempre la huella de su paso, y me apresuro a gozar de su querida compañía. La conversación del Demonio es la más útil y agradable que conozco: es una de esas charlas la suya que hace comprender el mundo—especialmente el que habita en nosotros—mucho mejor que todos esos manualotes que pueden leerse en la biblioteca universitaria de Heidelberg. No he encontrado nunca ser más indulgente que el Diablo. Conoce tan maravillosamente las iniquidades, las bribonadas, las porquerías y las bestialidades humanas, que nada le maravilla ni le repugna. Es pacífico antiguo, y me parece más cristiano que todos los cristianos que hay en el mundo. Ha perdonado hasta a aquel que le condenó y le arrojo de su lado. Cuando habla de él, reconoce en efecto, que el Omnipotente obró justamente arrojándole del cielo, puesto que un rey no puede permitir que haya en torno a él seres demasiado soberbios e indisciplinados. —Si hubiera sido yo en su lugar—me confesó una vez,—habría condenado al rebelde a una pena harto más terrible. Le habría obligado a la inacción, a la inmovilidad. Por el contrario, Dios estuvo generosamente misericordioso conmigo y me proporcionó medios para seguir la carrera; me aburro de vez en cuando; no tengo muchas quejas; me hubiera aburrido cien mil veces más en el seno de la beatitud celestial. Está animado, aún hacia los hombres, de una cierta bondad tenuemente irónica, secundada, digámoslo, de un profundo desprecio que a ratos no sabe disimular. El Demonio es, profesionalmente, el atormentador de los hombres; pero el hábito le ha hecho menos feroz y menos terrible. No es, en la actualidad, el hirsuto y monstruoso demonio de la Edad Media, rabudo y con cuernos, que acariciaba vírgenes en los monasterios y ocasionaba fiebres solitarias a los padres en el desierto. Se ha convencido ahora que la tentación es perfectamente inútil. Los hombres pecan porque sí, naturalmente y espontáneamente, sin necesidad de excitaciones ni de súplicas. Les deja en paz, y los hombres corren hacia él como el agua se precipita por la pendiente. Por ende, no les considera como enemigos dignos de conquistarse, mas como buenos y fieles súbditos dispuestos a pagar su tributo sin hacerse rogar cosa mayor. Y no de otro modo, no por otra suerte de razonamientos, le ha brotado, en estos últimos tiempos, por nosotros los hombres, una piedad que no apaga el desdén, sino que lo atenúa y lo vela. Me sostiene en este parecer la última entrevista que he celebrado con él, en la cual me ha revelado algo que no carece de interés para todos los que buscamos en más arriba y el más allá.
Lo encontré la última vez en una de esas calzadas solitarias de los alrededores de Florencia, empotradas entre muros grises, de los cuales asoman ramos de olivo. Caminaba leyendo un librito, encuadernado en negro, y reía para sus adentros como él solo sabe reír. Me acerqué a él, y apenas me vió, cerró el libro, me cogió por un brazo y comenzó a decirme: —Conozco, muchos siglos ha, este libro. Se trata de la Biblia, y yo la releo de vez en cuando, cuando quiero ponerme de buen humor. Este volumen está escrito en inglés… a Propósito. El inglés encaja perfectamente en el Antiguo Testamento, mientras el italiano se presta admirablemente para el Nuevo. Estaba leyendo ahora mismo, por milésima vez, los primeros capítulos del Génesis: tú comprenderás seguramente la razón. En ellos tengo yo reservado un papel importante, y me permito el lujo de ser alguna vez, además de soberbio, un poco vanidoso. Me complace, pues, verme bajo las prisioneras escamas de la serpiente. Arrollado en el árbol como en las viejas estampas, sacudiendo mi cabeza negruzca hacia el dulce cuerpo de la graciosa Eva. Sin embargo, es un verdadero pecado que la historia de la tentación haya sido alterada por los historiadores, siervos de Dios. Un día u otro, si me sobra tiempo, haré seguramente una edición corregida de la Biblia, pero no solamente corregida, sino aumentada, porque los santos y piadosos Padres han tenido a menos escribir con la debida frecuente mi nombre y han dejado en la obscuridad algunas de mis empresas más insignes. “Volviendo a lo de la tentación, repito mi querido amigo, que la narración bíblica es descaradamente falsa. Jamás he hablado así a ningún hombre, pero creo que eres tú aquel a quién puede decirse lo que ningún hombre podría imaginarse de su cuenta y riesgo. Te confesaré, por ende, que no fui, en el verdadero sentido de la palabra un tentador y un engañador. Cuando me dirigí a Eva para obligarla a gustar del fruto prohibido, no tenía ninguna tentación de precipitar a los hombres en la desgracia. Era mi único propósito vengarme de Jehová, que, según se me antoja por entonces, se había portado conmigo indignamente. Quería precisamente crearle enemigos en potencia y no me pasó por las mentes engañar, cuando dije a Eva: Comed de esto y seréis semejantes a Dios. “No decía—créeme—más que la pura y verdadera verdad. En efecto; el árbol prohibido era el de la sabiduría, el árbol de la ciencia, no solamente del bien y del mal, como afirma el Hebreo, sino de lo verdadero y de lo falso, de lo visible y de lo invisible, del cielo y de la tierra, de los animales y de los espíritus. Y tú sabes, querido amigo, que sabiduría es potencia y que ser Dios significa precisamente ser sabio y poderoso. Yo no quería engañar a los hombres apuntándole la manera de hacerse semejantes a Jehová. Mi interés estaba en que triunfasen porque contaba con sus ayudas para tornar a conquistar el Cielo. “Presiento en tu mira que quieres preguntarme algo más y sé lo que quieres preguntarme. ¿Cómo de explica entonces que Adán y Eva, a pesar de haber gustado el fruto prohibido, no fueron dioses, sino que, por el contrario, fueron arrojados por su Dios del paraíso terrenal? “Te explicaré brevemente, si te agrada, este aparente misterio. Eva, en la confusión del momento, no se dio cuenta de que los frutos del árbol eran muchos y muy diversos entre sí; tan atropellada y confusa estaba, que no oyó lo que yo le gritaba entonces. Porque yo le decía al oído que no era cosa de tocarlos, de comer poco de ellos, sino que era absolutamente preciso despojar enteramente el árbol, o lo que es igual, conquistar toda la sabiduría. Por el contrario, apenas hubo probado parcamente del fruto prohibido, le faltó la presencia de espíritu suficiente para coger y comer rápidamente todos los demás frutos. Y así acaeció que Jehová pudo darse cuenta del peligro y castigarlos con el destierro eterno. Si Adán y Eva hubieran comido todos los frutos del árbol maravilloso el Gran Viejo no hubiera podido, seguramente, arrojarlos del Paraíso. Hubiéranse convertido en dioses contra Dios, y ningún ángel armado de espadas flamígeras hubiera podido obligarles a la vergonzosa fuga. Dios pudo castigarlos porque no habían pecado absolutamente. El pecado original fue castigado porque no fue suficiente grande. Así pasa siempre en la tierra, y no quiero recordarte una vez más la fábula de Alejandro y del pirata, para demostrarte que se castiga un delito cuando es pequeño, y se ensalza y premia cuando es grande. “El hombre, en aquel día lejano, perdió, pues, una de las probabilidades de convertirse en Dios, y yo una de las ocasiones más felices para volver al Cielo. Pero yo creo, excelente amigo mío, y así te lo digo, aunque los hombres no concedáis demasiado crédito a los consejos del Demonio, yo creo que estáis aún en sazón de acabar con los frutos del árbol; que aún es tiempo de que lleguéis a ser dioses. No recordáis, ciertamente el camino del Paraíso terrenal; pero yo sé que la semilla del árbol se ha diseminado en los alrededores del Paraíso y que ya ha adquirido vigor y lozanía. Se trata de buscarlo en vuestros bosques y de cultivarlo con amor hasta que vuelva una vez más a mostrar sus frutos. Y entonces—creed en vuestro viejo amigo el Demonio que lacayos envidiosos quieren presentarme como vuestro mortal enemigo,—entonces podréis comer vuestro antojo, hasta saciaros, y mi promesa se cumplirá. “¿Quiéres preguntarme alguna particularidad algún signo de reconocimiento fácil para dar con el árbol y sus frutos? No puedo decirte nada; de veras. Ordenes superiores ,e lo prohíben. Es preciso que lo encuentres por ti mismo, pacientemente, constantemente. Y avísame así que lo encuentres, porque tal vez mi misión concluya y el buen Dios me llamará a su lado.” La voz del Demonio al llegar aquí, se hizo un poco más melancólica que de ordinario. La arruga secta y profunda que se insinúa en mitad de su frente, se me antojó más honda. Y después de haberse detenido algún minuto, como preocupado por alguna cavilación nueva, continuó su camino en silencio mirando las estrellas que comenzaban a temblar en el lánguido cielo del crepúsculo.

"MI ARTE" el periodico de la literatura










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