EL DEMONIO ME DIJO
En toda mi vida he hablado con Demonio solamente cinco
veces. Entre todos los que viven hoy, me jacto de ser aquel que lo trata con
más familiaridad y que lo conoce más íntimamente. Me trata—lo afirmo con cierto
orgullo que no quiero ocultar—con una benigna condescendencia, que alguna vez
ha llegado a conmoverme. Cuando estoy con él, no me canso de oírle. Mejor aún:
lo escucho y lo miro con fijeza. El Demonio, tal como se ha presentado ante mí,
al menos, es una figura enormemente sugestiva y que sale fuera de lo vulgar y
plebeyo. Es muy alto y muy pálido; es todavía bastante joven, pero su juventud
es de aquellas que han vivido mucho y que son más tristes que la vejez. Su
rostro, blanquísimo y alargado, no ofrece otras particularidades que la boca
sutil, cerrada y estrecha y una arruga, única y muy profunda, que se leyanta
perpendicularmente entre las cejas y se pierde casi en el nacimiento de los
cabellos. No he sabido nunca de qué color son sus ojos, porque no he podido
nunca contemplar más de un instante; y no sé tampoco de qué color son sus
cabellos, porque un gran gorro de seda, que no se quita jamás, los esconde
cuidadosamente. Viste decentemente de negro, y sus manos están siempre,
invariablemente, enguantadas. Es un poco difícil que en estos tiempos se decida
a venir entre nosotros. Un día me confesaba, con aire de tristeza: —Ahora los
hombres no me interesan realmente. Se compran con poco, pero valen siempre
menos. No tienen ni médula, ni alma, ni vida; talvez carecen de sangre,
suficientemente roja para escribir el contrato de pragmática. A pesar de estos
pesares, cuando se aburre ciertos días en su reino tan concurrido, viene a
visitarnos. Nadie, en verdad, se da cuenta de su presencia, porque los hombres
ya no le reconocen, y pasana su vera, creyéndole un prójimo cualquiera,
sonriendo y quitándose el sombrero con un gesto de sensualidad y de aplomo que
mete miedo. Pero yo siento siempre la huella de su paso, y me apresuro a gozar
de su querida compañía. La conversación del Demonio es la más útil y agradable
que conozco: es una de esas charlas la suya que hace comprender el
mundo—especialmente el que habita en nosotros—mucho mejor que todos esos
manualotes que pueden leerse en la biblioteca universitaria de Heidelberg. No
he encontrado nunca ser más indulgente que el Diablo. Conoce tan
maravillosamente las iniquidades, las bribonadas, las porquerías y las
bestialidades humanas, que nada le maravilla ni le repugna. Es pacífico
antiguo, y me parece más cristiano que todos los cristianos que hay en el mundo.
Ha perdonado hasta a aquel que le condenó y le arrojo de su lado. Cuando habla
de él, reconoce en efecto, que el Omnipotente obró justamente arrojándole del
cielo, puesto que un rey no puede permitir que haya en torno a él seres
demasiado soberbios e indisciplinados. —Si hubiera sido yo en su lugar—me
confesó una vez,—habría condenado al rebelde a una pena harto más terrible. Le
habría obligado a la inacción, a la inmovilidad. Por el contrario, Dios estuvo
generosamente misericordioso conmigo y me proporcionó medios para seguir la
carrera; me aburro de vez en cuando; no tengo muchas quejas; me hubiera
aburrido cien mil veces más en el seno de la beatitud celestial. Está animado,
aún hacia los hombres, de una cierta bondad tenuemente irónica, secundada, digámoslo,
de un profundo desprecio que a ratos no sabe disimular. El Demonio es,
profesionalmente, el atormentador de los hombres; pero el hábito le ha hecho
menos feroz y menos terrible. No es, en la actualidad, el hirsuto y monstruoso
demonio de la Edad Media, rabudo y con cuernos, que acariciaba vírgenes en los
monasterios y ocasionaba fiebres solitarias a los padres en el desierto. Se ha
convencido ahora que la tentación es perfectamente inútil. Los hombres pecan
porque sí, naturalmente y espontáneamente, sin necesidad de excitaciones ni de
súplicas. Les deja en paz, y los hombres corren hacia él como el agua se
precipita por la pendiente. Por ende, no les considera como enemigos dignos de
conquistarse, mas como buenos y fieles súbditos dispuestos a pagar su tributo
sin hacerse rogar cosa mayor. Y no de otro modo, no por otra suerte de
razonamientos, le ha brotado, en estos últimos tiempos, por nosotros los
hombres, una piedad que no apaga el desdén, sino que lo atenúa y lo vela. Me
sostiene en este parecer la última entrevista que he celebrado con él, en la
cual me ha revelado algo que no carece de interés para todos los que buscamos
en más arriba y el más allá.
Lo encontré la última vez en una de esas calzadas
solitarias de los alrededores de Florencia, empotradas entre muros grises, de
los cuales asoman ramos de olivo. Caminaba leyendo un librito, encuadernado en
negro, y reía para sus adentros como él solo sabe reír. Me acerqué a él, y
apenas me vió, cerró el libro, me cogió por un brazo y comenzó a decirme:
—Conozco, muchos siglos ha, este libro. Se trata de la Biblia, y yo la releo de
vez en cuando, cuando quiero ponerme de buen humor. Este volumen está escrito
en inglés… a Propósito. El inglés encaja perfectamente en el Antiguo Testamento,
mientras el italiano se presta admirablemente para el Nuevo. Estaba leyendo
ahora mismo, por milésima vez, los primeros capítulos del Génesis: tú
comprenderás seguramente la razón. En ellos tengo yo reservado un papel
importante, y me permito el lujo de ser alguna vez, además de soberbio, un poco
vanidoso. Me complace, pues, verme bajo las prisioneras escamas de la
serpiente. Arrollado en el árbol como en las viejas estampas, sacudiendo mi
cabeza negruzca hacia el dulce cuerpo de la graciosa Eva. Sin embargo, es un
verdadero pecado que la historia de la tentación haya sido alterada por los
historiadores, siervos de Dios. Un día u otro, si me sobra tiempo, haré
seguramente una edición corregida de la Biblia, pero no solamente corregida,
sino aumentada, porque los santos y piadosos Padres han tenido a menos escribir
con la debida frecuente mi nombre y han dejado en la obscuridad algunas de mis
empresas más insignes. “Volviendo a lo de la tentación, repito mi querido
amigo, que la narración bíblica es descaradamente falsa. Jamás he hablado así a
ningún hombre, pero creo que eres tú aquel a quién puede decirse lo que ningún
hombre podría imaginarse de su cuenta y riesgo. Te confesaré, por ende, que no
fui, en el verdadero sentido de la palabra un tentador y un engañador. Cuando
me dirigí a Eva para obligarla a gustar del fruto prohibido, no tenía ninguna
tentación de precipitar a los hombres en la desgracia. Era mi único propósito vengarme
de Jehová, que, según se me antoja por entonces, se había portado conmigo
indignamente. Quería precisamente crearle enemigos en potencia y no me pasó por
las mentes engañar, cuando dije a Eva: Comed de esto y seréis semejantes a
Dios. “No decía—créeme—más que la pura y verdadera verdad. En efecto; el árbol
prohibido era el de la sabiduría, el árbol de la ciencia, no solamente del bien
y del mal, como afirma el Hebreo, sino de lo verdadero y de lo falso, de lo
visible y de lo invisible, del cielo y de la tierra, de los animales y de los
espíritus. Y tú sabes, querido amigo, que sabiduría es potencia y que ser Dios
significa precisamente ser sabio y poderoso. Yo no quería engañar a los hombres
apuntándole la manera de hacerse semejantes a Jehová. Mi interés estaba en que
triunfasen porque contaba con sus ayudas para tornar a conquistar el Cielo.
“Presiento en tu mira que quieres preguntarme algo más y sé lo que quieres
preguntarme. ¿Cómo de explica entonces que Adán y Eva, a pesar de haber gustado
el fruto prohibido, no fueron dioses, sino que, por el contrario, fueron
arrojados por su Dios del paraíso terrenal? “Te explicaré brevemente, si te
agrada, este aparente misterio. Eva, en la confusión del momento, no se dio
cuenta de que los frutos del árbol eran muchos y muy diversos entre sí; tan
atropellada y confusa estaba, que no oyó lo que yo le gritaba entonces. Porque
yo le decía al oído que no era cosa de tocarlos, de comer poco de ellos, sino
que era absolutamente preciso despojar enteramente el árbol, o lo que es igual,
conquistar toda la sabiduría. Por el contrario, apenas hubo probado parcamente
del fruto prohibido, le faltó la presencia de espíritu suficiente para coger y
comer rápidamente todos los demás frutos. Y así acaeció que Jehová pudo darse cuenta
del peligro y castigarlos con el destierro eterno. Si Adán y Eva hubieran
comido todos los frutos del árbol maravilloso el Gran Viejo no hubiera podido,
seguramente, arrojarlos del Paraíso. Hubiéranse convertido en dioses contra
Dios, y ningún ángel armado de espadas flamígeras hubiera podido obligarles a
la vergonzosa fuga. Dios pudo castigarlos porque no habían pecado
absolutamente. El pecado original fue castigado porque no fue suficiente
grande. Así pasa siempre en la tierra, y no quiero recordarte una vez más la
fábula de Alejandro y del pirata, para demostrarte que se castiga un delito
cuando es pequeño, y se ensalza y premia cuando es grande. “El hombre, en aquel
día lejano, perdió, pues, una de las probabilidades de convertirse en Dios, y
yo una de las ocasiones más felices para volver al Cielo. Pero yo creo,
excelente amigo mío, y así te lo digo, aunque los hombres no concedáis
demasiado crédito a los consejos del Demonio, yo creo que estáis aún en sazón
de acabar con los frutos del árbol; que aún es tiempo de que lleguéis a ser
dioses. No recordáis, ciertamente el camino del Paraíso terrenal; pero yo sé
que la semilla del árbol se ha diseminado en los alrededores del Paraíso y que
ya ha adquirido vigor y lozanía. Se trata de buscarlo en vuestros bosques y de
cultivarlo con amor hasta que vuelva una vez más a mostrar sus frutos. Y
entonces—creed en vuestro viejo amigo el Demonio que lacayos envidiosos quieren
presentarme como vuestro mortal enemigo,—entonces podréis comer vuestro antojo,
hasta saciaros, y mi promesa se cumplirá. “¿Quiéres preguntarme alguna
particularidad algún signo de reconocimiento fácil para dar con el árbol y sus
frutos? No puedo decirte nada; de veras. Ordenes superiores ,e lo prohíben. Es
preciso que lo encuentres por ti mismo, pacientemente, constantemente. Y
avísame así que lo encuentres, porque tal vez mi misión concluya y el buen Dios
me llamará a su lado.” La voz del Demonio al llegar aquí, se hizo un poco más
melancólica que de ordinario. La arruga secta y profunda que se insinúa en
mitad de su frente, se me antojó más honda. Y después de haberse detenido algún
minuto, como preocupado por alguna cavilación nueva, continuó su camino en
silencio mirando las estrellas que comenzaban a temblar en el lánguido cielo
del crepúsculo.
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